Lo mejor de las situaciones de crisis es, sin duda, que nos hacen cuestionar cosas a la luz de la realidad. Por eso, la crisis siempre se asocia, desde una perspectiva humanista, a una oportunidad para crecer. Eso nos sucede tanto en las crisis personales como en las familiares, las sociales e, incluso, las religiosas.
En el transcurso de la cotidianeidad, vamos contrastando que algunas de las cosas que pensábamos no terminan de encajar con lo que vivimos; que en nuestras relaciones algo no marcha; que la concepción de vida que tenemos chirría; que los fundamentos de la sociedad se tambalean, no sabemos hasta dónde.
Hablaba Alfredo Rubio de la «mala educación» que arrastrábamos en cuestiones existenciales. Otro hombre lleno de sabiduría, José Luis Sampedro, habla de desaprender como un «ejercicio siempre imprescindible para vivir».
No se trata de rechazar todo lo que hemos recibido de los otros y de la sociedad, sino de hacer un análisis tranquilo y sosegado para identificar algunas cosas que no funcionan adecuadamente en nuestras vidas —personales, familiares y sociales—, para detectar errores que nos atrapan y coartan la libertad, para deshacernos de inercias incuestionadas que estropean nuestras vidas. Detenerse a considerar qué está pasando es fundamental para dar el siguiente paso: formular un nuevo paradigma, un nuevo modelo de vida.
Se trata de desaprender como si de un ejercicio depurativo se tratara; desaprender para seguir aprendiendo y avanzar en el conocimiento, en el crecimiento y, quién sabe, si también en la sabiduría.
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