Comencé a estudiar filosofía por cierto sentido práctico: dado que era incapaz de vivir sin cuestionarme ni reflexionar sobre lo que pasaba, mejor aprender a hacerlo con cierto método y provecho. Con alivio leí a Edith Stein cuando reconocía: «…mis trabajos no son más que un sedimento de lo que me ha ocupado en la vida, porque estoy hecha de tal manera que tengo que reflexionar.» Así fui llevando adelante, primero, la licenciatura en la Universidad Ramon Llull de Barcelona y, posteriormente, el doctorado en Filosofía por la Universidad de Barcelona. En esos no pocos años, aprendí tanto en las aulas como en la vida y, sobre todo, instintivamente puse ambas en relación.
Pero no llegué de vacío a la filosofía. Traía conmigo una titulación de piano. Me encantaba tocar en pequeñas formaciones; era como un diálogo que fluía si uno aprendía a escuchar con atención a los otros hasta llegar a intuirlos. Algunas profesoras advirtieron en mí cierta habilidad para hacer de acompañante al piano. Con el tiempo, fui considerando que eso no tenía tanto que ver con mi destreza musical como con cierta disposición personal.
Belleza y lucidez son dos claves en las que se desarrolla y sostiene mi ser. El gusto por la palabra, algo que las aúna. La poesía y la mística me hacen vibrar por su particular combinación de belleza, verdad y experiencia. Entiendo que la vida es para ser compartida. Y asumo, siempre algo conmovida, la rotundidad del «heme aquí» de Lévinas, la responsabilidad con respecto al otro como signo de humanidad.